martes, 6 de enero de 2009

La Argentina, el tiempo y el otro x Eduardo Fidanza para La Nación

Viernes 17 de octubre de 2008

Un anciano está ante un río; contempla el fluir del agua, que, inevitablemente, lo lleva a pensar en el paso del tiempo. Permanece quieto, recostado en un banco; se complace de estar solo. Comprueba de pronto que se ha sentado cerca un joven; decide no levantarse enseguida para no ser descortés. Le parece reconocer a su acompañante circunstancial, que silba una melodía familiar. Distingue poco a poco sus rasgos, que guardan un parecido notable con los suyos de hace cincuenta años. Se horroriza.

No huye; encara al joven, le formula las preguntas de rigor: dónde nació, cómo se llama, dónde vive. Confirma, con estupor, que ambos son la misma persona desdoblada en el tiempo. Sigue una conversación tensa y sin objeto, en la que cada uno adoptará una estrategia. El anciano, con clarividencia que desdeña, porque es la del ocaso, le adelantará al joven cómo será su vida. El joven, que defiende su libre albedrío, no se dejará dominar por esa fatal certeza. Los separan el tiempo y el espacio. Por lo demás, hay pocas coincidencias entre ellos: algunas escenas familiares, ciertos libros compartidos, haber nacido en la Argentina. Y hay una discrepancia acerca de si la fraternidad entre los hombres es factible o retórica. El joven tiene ideales; el anciano, escepticismo.

Esta trama pertenece, como algunos lectores lo habrán advertido, al cuento de Borges titulado El otro, una de las tantas variaciones de su obsesión por el doble y los espejos. Lo encontré sin saber que lo buscaba. Y al releerlo me sobrevino la pregunta: ¿de qué hablaríamos el joven que fui y el adulto que soy si nos cruzáramos algún día? El diálogo inverosímil que imagino sería, acaso, político o literario, no sentimental. Fatalmente, lo intuyo, hablaríamos de la Argentina, ese invento frustrado (la idea es de Halperín Donghi) que un día inevitable me sobrevivirá.

El episodio no podría suceder en Cambridge, frente al río Charles, donde nunca estuve; tampoco en Ginebra, cuyas calles recorrí, pero apenas recuerdo. El encuentro, con más modestia, acontecería tal vez en Buenos Aires; tal vez en una librería, porque ése es un lugar intemporal en mi vida. Alguna de las que perduraron, que son pocas, pero las hay. Pude estar allí hace cuarenta años como lo estuve esta tarde.

No siento el horror de Borges, aunque no sé si el que fui tendrá interés en escucharme. Lo veo muy atento hojeando un tomito bilingüe de las obras escogidas de Rilke en una edición, hoy inhallable, de Plaza & Janés, con tapas verdes (será uno de sus libros predilectos, al tiempo lo extraviará y nunca podrá recuperarlo). Recuerdo que en esa época el muchacho no distinguía todavía sus pasiones: el poeta de Duino, la teoría social, las peleas de Monzón y la política argentina lo atrapaban por igual.

Me presento; nos reconocemos. Ante su impulsiva curiosidad (los rasgos de carácter no se modifican) cometo la imprudencia de decirle, sin prólogo, que la lucha entre facciones que rige su presente no pudo resolverse, aunque se moderaron, eso sí, las formas; que los políticos no alcanzaron aún la lucidez y se acaba la paciencia; que muchos empresarios no quieren arriesgar, siguen buscando la amistad del gobierno de turno; que en estos años algunos sindicalistas se convirtieron en magnates. Le prevengo que verá desharrapados hurgando basura en las calles, crímenes por un par de zapatillas, niños desnutridos; le anuncio que la universidad en la que estudia, entonces la mejor de América latina, hoy es un tumulto sin destino. Le confieso, con vergüenza, que aun las naciones más amigas ya no nos entienden, que nadie se explica la insistencia en ser menos de lo que podríamos ser.

El joven que fui me interrumpe (yo hubiera hecho lo mismo); no me deja perderme en el pesimismo, que suele ser un síntoma detestable de la vejez. Me reprocha que lo abrume con desgracias; me contesta que, en tal caso, ése es mi país, pero no será el suyo; que él tiene una fe ¡que yo no tuve!

Me obliga a matizar el relato, a reconocer algunos hechos. Le cuento que hubo una matanza y luego una guerra perdida; que, al cabo, llegó la democracia; que la gente salió a la calle a vivar la libertad y respirar el aire nuevo; que renació el arte y el entusiasmo por la cosa pública; que se dijo "nunca más" a los crímenes y hubo un juicio ejemplar a los culpables. Reconozco, en fin, que más allá de errores y conatos, fueron buenos tiempos, y que dejaron una herencia nunca del todo valorada: la violencia política y las dictaduras, que en aquella época eran hechos cotidianos, hoy la sociedad no los tolera.

A pesar de mis esfuerzos para no desilusionarlo (el chico me examina con desdén, amenazando volver a Rilke) ya no puedo extraer más recuerdos felices. Recaigo en el relato sombrío, le hablo de los años que siguieron, de la inflación y de la hiperinflación, de la banalidad del deme dos, de una alianza apta para ganar elecciones, pero no para gobernar, pero le tocó la Argentina. Incurro en la ligereza de afirmar que así como tuvimos caudillos en el siglo diecinueve y en el veinte, empezamos el veintiuno con otro de la misma estirpe; que ese caudillo, venido del Sur, intentó dividirnos y hacernos regresar a las más crudas antinomias; le digo que no lo logró, pero que nos hará perder otra década.

Es inevitable (y desafortunado) que un hombre como yo quiera sacar siempre conclusiones. Hago una pequeña trampa (mi alter ego aún no leyó a Borges) y remato mi intervención diciéndole: "Cada día que pasa, nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos".

El muchacho que fui me da la espalda, indiferente; se compra el libro que tanto lamentará perder, y desaparece. Como en El otro, no pudimos entendernos ni volveremos a encontrarnos. No teníamos más recursos disponibles; era inútil que yo lo aconsejara o discutiera con él, porque "su inevitable destino era ser el que soy".

La fatalidad de Borges me seduce y me amarga. Reencontrar su cuento me llevó a otra antigua y querida lectura, que acaso lo matice. No es azarosa la asociación: una de las claves de El otro es el transcurrir del tiempo. Para el viejo Borges, a diferencia de su otro yo juvenil, las metáforas no se inventan o descubren; apenas corresponden a afinidades íntimas y notorias que nuestra imaginación ya ha aceptado. Su materia es la vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr del tiempo y del agua.

Otro escritor, contemporáneo de Borges, construía sus metáforas con el devenir. En agosto de 1937, se estrenó en Londres la comedia dramática en tres actos El tiempo y los Conway, del inglés J. B. Priestley. Formaba parte, junto con Esquina peligrosa y Yo estuve aquí una vez, de una trilogía vinculada por un interés común: el problema del tiempo. Escribió Priestley que las tres piezas tratan del tiempo de un modo inusual, pero cada una ofrece una solución particular al problema.

El tiempo y los Conway, que era su preferida, adopta un punto de vista insólito. Altera el orden de los sucesos, con lo que produce un efecto similar al de El otro: sabemos de la vida futura de los personajes más de lo que ellos mismos saben. En apariencia, la obra de Priestley cuenta una anécdota convencional: la historia de una familia en dos momentos contrapuestos; al comienzo nos muestra una escena alegre, la fiesta de veintiún años de Key, una de las hijas; luego relata el ocaso del grupo, cuando los integrantes de la familia vuelven a reunirse, veinte años después, para vender la casa de los padres. El artificio consiste en que el episodio de la disolución familiar está intercalado en el segundo acto, mientras que el tercero retoma la escena inicial.

Al principio, los Conway irradian felicidad; en el segundo acto están roídos por la amargura, han fracasado; en el tercero continúa la fiesta, y los vemos formular sus proyectos, pero nos damos cuenta, con dramática ironía, (la expresión es de Priestley, podría ser de Borges) que jamás serán lo que desean ser.

El dramaturgo inglés le da una vuelta de tuerca al problema arquetípico del apogeo y la agonía. Sostiene, apoyado en una ignota teoría, que el tiempo nos derrota si lo concebimos como el testimonio de un solo observador, cuya vida va siendo devorada por los acontecimientos. El entrañable personaje de Alan, que permanece inmune a la destrucción de la familia, le dice a su hermana Key, para consolarla: "Pero lo esencial es que, en este momento o en cualquier momento, somos solamente un corte transversal de nuestro ser real. Lo que «realmente» somos es la longitud total de nosotros mismos, de nuestro entero tiempo, y cuando llegamos al fin de la vida, todos esos seres, todo nuestro tiempo serán «nosotros»? El verdadero tú, el verdadero yo".

¿Qué ocurriría si apreciáramos de este modo a la Argentina: en el tiempo total de su acontecer, no sólo en la secuencia fallida que nos toca a nosotros? ¿Descubriríamos otro panorama, recuperaríamos la ilusión que hemos perdido?

Es difícil saberlo. En la vida, al contrario de la literatura, no hay un narrador que conozca por anticipado las respuestas. La ocurrencia de Priestley, sin embargo, puede inducir una vaga esperanza: que el país provinciano y engreído del que hablaba Borges sea acaso un episodio, no un destino.


El autor es sociólogo, profesor de la UBA.

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